Pamela Urrutia Arestizábal, Investigadora de la Escola de Cultura de Pau, Universitat Autònoma de Barcelona.
diario La Tercera, Chile
A cuatro años del inicio del conflicto en Siria, el balance es devastador. La escalada de violencia que eclipsó las movilizaciones inicialmente pacíficas contra el régimen de Bashar al-Assad no ha hecho más que agravarse, en un contexto marcado por la proliferación de grupos armados, la intensificación de las tensiones sectarias, la creciente implicación de actores regionales e internacionales, el continuo flujo de armas y combatientes, el ascenso de grupos yihadistas –como Estado Islámico (ISIS)– y el fracaso de las iniciativas diplomáticas para buscar una salida a la crisis.
Más de 220.000 personas han perdido la vida a causa de la guerra y tanto las fuerzas gubernamentales como los grupos rebeldes han sido acusados de una total falta de respeto a las normas del derecho internacional humanitario. El amplio abanico de crímenes perpetrados en el marco del conflicto incluye ejecuciones sumarias, masacres, torturas, reclutamiento de menores, violencia sexual, uso indiscriminado de armas contra la población civil –en áreas residenciales, escuelas y hospitales–, y utilización del hambre como arma de guerra en zonas sitiadas, entre otras prácticas. La guerra ha obligado a la mitad de la población del país a abandonar sus hogares: siete millones de personas continuaban viviendo en Siria en situación de desplazamiento forzado, mientras que más de tres millones habían buscado refugio fuera del país. Más de 200.000 se encontraban en zonas asediadas por los combates.
El conflicto armado está teniendo otros impactos menos visibles, pero que revelan la magnitud de la crisis y permiten anticipar sus consecuencias a largo plazo. Más de un millón de personas han resultado heridas en el marco de esta guerra. La esperanza de vida ha caído casi un 30% en cuatro años, de 75,9 años en 2010 a 55,7 años a finales de 2014. Casi dos tercios de la población está viviendo en condiciones de extrema pobreza. Más de la mitad de los niños y las niñas en edad escolar habían dejado de acudir al colegio, relegando a Siria a los peores puestos entre los países con menor tasa de escolarización a nivel mundial.
La crisis humanitaria de Siria ha sido catalogada así, y con razón, como la peor de nuestra era. Pese a la dimensión del drama, la respuesta internacional ha sido un fracaso. Las resoluciones aprobadas en 2014 por el Consejo de Seguridad de la ONU –que pretendían garantizar el acceso de ayuda a la población incluso sin contar con la aprobación del Gobierno sirio– no fueron respetadas por los bandos en disputa. En un amargo balance, una veintena de ONG internacionales denunció que los diversos llamados de ayuda para enfrentar la crisis recibieron poco más de la mitad del financiamiento requerido, pese a que las necesidades humanitarias aumentaron en 30% durante 2014. En lo que va de año, UNICEF ha recibido sólo un décimo de los fondos solicitados para asistir a niños y niñas en Siria y los países vecinos. Con algunas excepciones como Suecia o Alemania, la respuesta de Occidente a las demandas de refugio de la población siria ha sido irrisoria, y tampoco se ha dado un apoyo significativo a los países fronterizos con Siria –en especial Turquía, Líbano y Jordania– que se han visto desbordados en su capacidad de acogida ante la incesante llegada de personas que intentan huir de la violencia.
En el terreno, la situación ha demostrado que la aproximación militar no es la vía de solución y que, por el contrario, el apoyo externo a los diversos bandos en pugna no ha hecho más que alimentar las dinámicas de violencia. La deriva del conflicto sólo parece haber arrojado dos grandes ganadores: ISIS, que ha aprovechado el vacío de poder para ampliar las áreas bajo su control y declarar un califato en territorios de Siria e Iraq, y el propio Bashar al-Assad, que se ha aferrado al poder y parece haber conseguido que incluso EEUU se muestre abierto a contemplar una salida gradual que no pase, al menos inicialmente, por su dimisión. Una opción controvertida, teniendo en cuenta la trayectoria de abusos del régimen. Como recordaba el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, hace pocos días, “los gobiernos y movimientos que aspiran a legitimarse no masacran a su propia gente”.
El desafío de alcanzar una salida política es, sin duda, mayúsculo. El plan de paz de Kofi Annan, primero, y las reuniones en Ginebra entre representantes del gobierno y sectores de la oposición –dividida y fragmentada– promovidas por Lakhdar Brahimi, después, no consiguieron prosperar. En los últimos meses, el nuevo enviado especial de la ONU, Staffan de Mistura, ha intentado una nueva aproximación, buscando un cese el fuego limitado a algunas ciudades que luego pueda ser replicable al resto del país. Sus resultados seguían siendo inciertos. Pese a las dificultades, los esfuerzos de la comunidad internacional deberían apuntar a frenar la violencia e incrementar las perspectivas de una salida política al conflicto. Esta opción requiere comprometer a los diversos actores implicados en la disputa, incluido Irán, una vía que no parece descartable a priori dada la marcha de las negociaciones por el programa nuclear y la reciente confluencia de intereses en la región ante la amenaza de ISIS. Dar prioridad a las necesidades de la población afectada por la guerra en Siria es un deber de la comunidad internacional, que no puede continuar dando la espalda al sufrimiento de millones de sirios y sirias.
Más de 220.000 personas han perdido la vida a causa de la guerra y tanto las fuerzas gubernamentales como los grupos rebeldes han sido acusados de una total falta de respeto a las normas del derecho internacional humanitario. El amplio abanico de crímenes perpetrados en el marco del conflicto incluye ejecuciones sumarias, masacres, torturas, reclutamiento de menores, violencia sexual, uso indiscriminado de armas contra la población civil –en áreas residenciales, escuelas y hospitales–, y utilización del hambre como arma de guerra en zonas sitiadas, entre otras prácticas. La guerra ha obligado a la mitad de la población del país a abandonar sus hogares: siete millones de personas continuaban viviendo en Siria en situación de desplazamiento forzado, mientras que más de tres millones habían buscado refugio fuera del país. Más de 200.000 se encontraban en zonas asediadas por los combates.
El conflicto armado está teniendo otros impactos menos visibles, pero que revelan la magnitud de la crisis y permiten anticipar sus consecuencias a largo plazo. Más de un millón de personas han resultado heridas en el marco de esta guerra. La esperanza de vida ha caído casi un 30% en cuatro años, de 75,9 años en 2010 a 55,7 años a finales de 2014. Casi dos tercios de la población está viviendo en condiciones de extrema pobreza. Más de la mitad de los niños y las niñas en edad escolar habían dejado de acudir al colegio, relegando a Siria a los peores puestos entre los países con menor tasa de escolarización a nivel mundial.
La crisis humanitaria de Siria ha sido catalogada así, y con razón, como la peor de nuestra era. Pese a la dimensión del drama, la respuesta internacional ha sido un fracaso. Las resoluciones aprobadas en 2014 por el Consejo de Seguridad de la ONU –que pretendían garantizar el acceso de ayuda a la población incluso sin contar con la aprobación del Gobierno sirio– no fueron respetadas por los bandos en disputa. En un amargo balance, una veintena de ONG internacionales denunció que los diversos llamados de ayuda para enfrentar la crisis recibieron poco más de la mitad del financiamiento requerido, pese a que las necesidades humanitarias aumentaron en 30% durante 2014. En lo que va de año, UNICEF ha recibido sólo un décimo de los fondos solicitados para asistir a niños y niñas en Siria y los países vecinos. Con algunas excepciones como Suecia o Alemania, la respuesta de Occidente a las demandas de refugio de la población siria ha sido irrisoria, y tampoco se ha dado un apoyo significativo a los países fronterizos con Siria –en especial Turquía, Líbano y Jordania– que se han visto desbordados en su capacidad de acogida ante la incesante llegada de personas que intentan huir de la violencia.
En el terreno, la situación ha demostrado que la aproximación militar no es la vía de solución y que, por el contrario, el apoyo externo a los diversos bandos en pugna no ha hecho más que alimentar las dinámicas de violencia. La deriva del conflicto sólo parece haber arrojado dos grandes ganadores: ISIS, que ha aprovechado el vacío de poder para ampliar las áreas bajo su control y declarar un califato en territorios de Siria e Iraq, y el propio Bashar al-Assad, que se ha aferrado al poder y parece haber conseguido que incluso EEUU se muestre abierto a contemplar una salida gradual que no pase, al menos inicialmente, por su dimisión. Una opción controvertida, teniendo en cuenta la trayectoria de abusos del régimen. Como recordaba el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, hace pocos días, “los gobiernos y movimientos que aspiran a legitimarse no masacran a su propia gente”.
El desafío de alcanzar una salida política es, sin duda, mayúsculo. El plan de paz de Kofi Annan, primero, y las reuniones en Ginebra entre representantes del gobierno y sectores de la oposición –dividida y fragmentada– promovidas por Lakhdar Brahimi, después, no consiguieron prosperar. En los últimos meses, el nuevo enviado especial de la ONU, Staffan de Mistura, ha intentado una nueva aproximación, buscando un cese el fuego limitado a algunas ciudades que luego pueda ser replicable al resto del país. Sus resultados seguían siendo inciertos. Pese a las dificultades, los esfuerzos de la comunidad internacional deberían apuntar a frenar la violencia e incrementar las perspectivas de una salida política al conflicto. Esta opción requiere comprometer a los diversos actores implicados en la disputa, incluido Irán, una vía que no parece descartable a priori dada la marcha de las negociaciones por el programa nuclear y la reciente confluencia de intereses en la región ante la amenaza de ISIS. Dar prioridad a las necesidades de la población afectada por la guerra en Siria es un deber de la comunidad internacional, que no puede continuar dando la espalda al sufrimiento de millones de sirios y sirias.