Vicenç Fisas, Director de la Escola de Cultura de Pau, Universitat Autònoma de Barcelona. Público.es |
El fin de la actividad armada de ETA nos plantea una serie de dilemas de naturaleza moral, social y política, que ya son objeto de un intenso e inevitable debate, que no hay que evitar sino asumir. Y asumirlo con la certeza de que nadie tiene la fórmula mágica que disipe los dilemas, porque es imposible contentar a través de la imposición, y es difícil apaciguar los rencores a través de la simple política institucional. Nos movemos, además, en dos terrenos simultáneos, el personal y el colectivo, que requieren de tratamientos diferenciados y, para complicar aún más las cosas, no podemos partir de una única narración que nos permita aplicar remedios lineales. No hay más opción, así, que aceptar una pluralidad de propuestas y opciones y apelar a la humanidad de los individuos para encarar los dilemas que plantea la superación de los odios y la práctica opcional del perdón.
El conflicto vasco ha acumulado diferentes narrativas. La más contundente es la de las numerosas víctimas de ETA, porque ninguna otra narrativa se puede equiparar a la pérdida de la vida por medio del asesinato. No hay que olvidar tampoco a las otras personas asesinadas por los GAL, con la responsabilidad añadida de que fueron fabricadas desde las cloacas del Estado. Han existido víctimas no mortales, resultado de atentados, de la extorsión económica, de las amenazas, del exilio forzado, de torturas o la demonización y persecución hacia lo abertzale, incluidos sectores no violentos que han sido encarcelados. La lista de víctimas es más extensa, porque el conflicto ha durado décadas y ha enfrentado a diversos sectores sociales y políticos, fracturando la comunidad en sectores aparentemente irreconciliables.
El fin de ETA, no obstante, es una oportunidad para repensar el pasado, o mejor dicho los pasados de cada cual, pensar en cómo encaramos el presente y, por encima de todo, cómo construimos un futuro menos tenso. Hay que recuperar la esencia del diálogo frente a tantos años de incomunicación, de la tolerancia frente a la intransigencia, del respeto hacia quienes aceptan ya el juego democrático, para construir una convivencia entre diferentes, pero que ya no estarán condicionados por la existencia de ETA.
Desde esta base comunicativa es desde donde será posible pedir responsabilidades, escuchar las narrativas del otro y plantearse, individualmente, la opción del perdón, como acción suprema de humanidad. Veremos episodios, también individuales, de etarras o de personas que justificaron la violencia, que se están replanteando lo que han hecho, acercándose a las víctimas en busca del perdón. Es probable también que algunos líderes de la izquierda abertzale hagan una reflexión sobre su pasado con la violencia, aunque repito que quedan exentos de este ejercicio reparador los miembros de la izquierda abertzale que siempre han rechazado la violencia. Hay quien no pedirá perdón y hay quien no perdonará, inevitablemente, pero ello no ha de ser obstáculo para que se incentive el encuentro entre personas y colectivos que han estado separados y se acerque a los que han estado distantes. Lo que no cabe esperar es que ETA, como organización, pida perdón por su pasado, porque ningún grupo armado reniega de su narrativa histórica. No hay excepciones a eso.
Hace diez años, en un ejercicio que coordiné con los grupos parlamentarios vascos, del PP a Batasuna, todos estaban de acuerdo en no legar a las generaciones futuras el sufrimiento que había provocado el conflicto. Se trata básicamente de lograr eso. No es cuestión de señalar al más malo de la historia, ni de recriminar perpetuamente lo que los otros han hecho mal, sino de aceptar un presente en el que quepan todos y en el que puedan defender sus proyectos con libertad y, ahora sí, sin la coacción de ETA. Ni siquiera hará falta condenar el terrorismo, porque ya no existe. De este modo, desde la aceptación de la nueva realidad, será un tremendo error que el PP ningunee o demonice a Amaiur, que es una fuerza política y social de primer orden en el escenario vasco. No hay más opción que convivir con esta representación política y respetarla en la medida que representa a un sector significativo de la sociedad vasca.
Colectivamente, hay mucho camino por recorrer. El horizonte donde llegar es el de la reconciliación, entendido como el espacio dinámico en el que se encuentran la verdad, la justicia, la misericordia y la paz, cuatro vectores que se interpelan entre sí, y que mediante este ejercicio de interpelación se construye el camino que facilita el perdón y la convivencia. Un camino lleno de espinas, doloroso, inquisitivo pero reparador, que ha de permitir lo más urgente: no legar el odio a las futuras generaciones, que han de tener el derecho de vivir en paz sin el peso de una historia marcada por las violencias. Nuestros hijos e hijas han de poder vivir bajo el paraguas de la cultura de la paz, y los que han transitado desde diferentes orillas por la cultura de la violencia o del odio tienen la opción de la superación, pero la obligación de no transmitir el resentimiento hacia quienes han de tener como herencia una historia compartida y escrita a varias voces. Porque de lo que se trata, en definitiva, es de construir una comunidad de creyentes de un proyecto compartido que supere el desencuentro histórico entre narraciones diferenciadas.
El conflicto vasco ha acumulado diferentes narrativas. La más contundente es la de las numerosas víctimas de ETA, porque ninguna otra narrativa se puede equiparar a la pérdida de la vida por medio del asesinato. No hay que olvidar tampoco a las otras personas asesinadas por los GAL, con la responsabilidad añadida de que fueron fabricadas desde las cloacas del Estado. Han existido víctimas no mortales, resultado de atentados, de la extorsión económica, de las amenazas, del exilio forzado, de torturas o la demonización y persecución hacia lo abertzale, incluidos sectores no violentos que han sido encarcelados. La lista de víctimas es más extensa, porque el conflicto ha durado décadas y ha enfrentado a diversos sectores sociales y políticos, fracturando la comunidad en sectores aparentemente irreconciliables.
El fin de ETA, no obstante, es una oportunidad para repensar el pasado, o mejor dicho los pasados de cada cual, pensar en cómo encaramos el presente y, por encima de todo, cómo construimos un futuro menos tenso. Hay que recuperar la esencia del diálogo frente a tantos años de incomunicación, de la tolerancia frente a la intransigencia, del respeto hacia quienes aceptan ya el juego democrático, para construir una convivencia entre diferentes, pero que ya no estarán condicionados por la existencia de ETA.
Desde esta base comunicativa es desde donde será posible pedir responsabilidades, escuchar las narrativas del otro y plantearse, individualmente, la opción del perdón, como acción suprema de humanidad. Veremos episodios, también individuales, de etarras o de personas que justificaron la violencia, que se están replanteando lo que han hecho, acercándose a las víctimas en busca del perdón. Es probable también que algunos líderes de la izquierda abertzale hagan una reflexión sobre su pasado con la violencia, aunque repito que quedan exentos de este ejercicio reparador los miembros de la izquierda abertzale que siempre han rechazado la violencia. Hay quien no pedirá perdón y hay quien no perdonará, inevitablemente, pero ello no ha de ser obstáculo para que se incentive el encuentro entre personas y colectivos que han estado separados y se acerque a los que han estado distantes. Lo que no cabe esperar es que ETA, como organización, pida perdón por su pasado, porque ningún grupo armado reniega de su narrativa histórica. No hay excepciones a eso.
Hace diez años, en un ejercicio que coordiné con los grupos parlamentarios vascos, del PP a Batasuna, todos estaban de acuerdo en no legar a las generaciones futuras el sufrimiento que había provocado el conflicto. Se trata básicamente de lograr eso. No es cuestión de señalar al más malo de la historia, ni de recriminar perpetuamente lo que los otros han hecho mal, sino de aceptar un presente en el que quepan todos y en el que puedan defender sus proyectos con libertad y, ahora sí, sin la coacción de ETA. Ni siquiera hará falta condenar el terrorismo, porque ya no existe. De este modo, desde la aceptación de la nueva realidad, será un tremendo error que el PP ningunee o demonice a Amaiur, que es una fuerza política y social de primer orden en el escenario vasco. No hay más opción que convivir con esta representación política y respetarla en la medida que representa a un sector significativo de la sociedad vasca.
Colectivamente, hay mucho camino por recorrer. El horizonte donde llegar es el de la reconciliación, entendido como el espacio dinámico en el que se encuentran la verdad, la justicia, la misericordia y la paz, cuatro vectores que se interpelan entre sí, y que mediante este ejercicio de interpelación se construye el camino que facilita el perdón y la convivencia. Un camino lleno de espinas, doloroso, inquisitivo pero reparador, que ha de permitir lo más urgente: no legar el odio a las futuras generaciones, que han de tener el derecho de vivir en paz sin el peso de una historia marcada por las violencias. Nuestros hijos e hijas han de poder vivir bajo el paraguas de la cultura de la paz, y los que han transitado desde diferentes orillas por la cultura de la violencia o del odio tienen la opción de la superación, pero la obligación de no transmitir el resentimiento hacia quienes han de tener como herencia una historia compartida y escrita a varias voces. Porque de lo que se trata, en definitiva, es de construir una comunidad de creyentes de un proyecto compartido que supere el desencuentro histórico entre narraciones diferenciadas.