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Desmovilización y Reintegración en perspectiva de Reconciliación

Vicenç Fisas, Director de la Escola de Cultura de Pau, Universitat Autònoma de Barcelona.
Durante siglos, y en todos los lugares del planeta, muchas personas han empuñado las armas para combatir la injusticia, conseguir la democracia o un régimen de libertades, o acabar con una tiranía. También hay personas que se han integrado a grupos armados para salir de la pobreza o del mal trato familiar. Otras veces, las motivaciones no han sido nobles, sino interesadas o perversas. En todos los casos, el uso de las armas provoca muerte y destrucción, miedo, desplazamientos forzados, deseos de venganza y odios. El balance es siempre negativo, por lo que la dejación de las armas o el silencio de las mismas ha sido siempre celebrado como una oportunidad para el reencuentro, la reconciliación, la reconstrucción y la cura de las heridas provocadas por el uso de las armas.

En varias ocasiones, la entrega de armas va seguida de un proceso de reintegración del ex combatiente. De ahí que hayan surgido programas llamados de Desarme, Desmovilización, Reinserción y Reintegración, normalmente conocidos como DDR.

Algunos DDR han fracasado y ha sido motivo de nuevas hostilidades, y ello por haber partido de un concepto falso, a saber, pensar que las siglas significaban Derrota, Desprecio y Rendición. Sin embargo, para tener éxito, el DDR en ningún caso ha de significar claudicación, despolitización, demonización, marginación, soborno, o, especialmente, humillación. Por el contrario, ha de ser un proceso de dignificación de las personas que intervienen en él, pues han dejado las armas de manera voluntaria.

La desmovilización y la reintegración es un proceso para la vuelta a la civilidad y a la ciudadanía. La persona desmovilizada pasa a ser una ciudadano o ciudadana con derechos y deberes, y pone a disposición de las demás su propia experiencia con las armas como punto de partida de una evolución personal transformativa, portadora de superaciones de la cultura de la violencia, y semilla de la cultura de la paz implícita en el ejercicio de su ciudadanía responsable. Ciudadanos y ciudadanas que pasan a ser protagonistas de su proceso de reintegración, un proceso que nunca puede ser impuesto y que necesita de la voluntad explícita del sujeto.

El horizonte donde llegar a través de la reintegración es el de la reconciliación, entendida como el espacio dinámico en que se encuentran la verdad, la justicia, la misericordia y la paz, cuatro vectores que se interpelan entre sí, y que mediante este ejercicio de interpelación construye el camino que facilita el perdón y la convivencia. Un camino lleno de espinas, doloroso, inquisitivo pero reparador, que ha de permitir lo más urgente: no legar el odio a las futuras generaciones, que han de tener el derecho de vivir en paz sin el peso de una historia marcada por las violencias. Nuestros hijos e hijas han de poder vivir bajo el paraguas de la cultura de la paz, y los que han transitado desde diferentes orillas por la cultura de la violencia o del odio, tienen la opción de la superación, pero la obligación de no transmitir el resentimiento hacia quienes han de tener como herencia una historia compartida y escrita a varias voces. En la medida que una persona desmovilizada supera su legado de cultura de violencia, se encamina pues hacia la reconciliación, en primera instancia consigo misma, y en segunda instancia, con la sociedad.

La comunidad receptora, la sociedad en general, ha de ver a la persona desmovilizada como portadora de una experiencia vital que puede ser de gran utilidad para la gestión de conflictos, gestión que excluye a la violencia y admite el disenso. La persona desmovilizada pasa de vivir de un modelo piramidal, jerárquico y apuntalado en la fuerza del fusil, a un modelo basado en el diálogo, la construcción de consensos, la escucha y la convivencia. El aprendizaje de esa nueva forma de vivir es un activo que puede transformarlo en herramienta pedagógica de la cultura de la paz. Y en la medida que lo pone al servicio de la comunidad, construye espacios de reconciliación.

La reconciliación es siempre una experiencia de doble vía. En este sentido, los ciudadanos corrientes han de proporcionar a la persona desmovilizada los elementos dignificadores y aquellas necesidades básicas que el desmovilizado careció en el momento de decidir abandonar la vida civil e integrarse en un grupo armado. La posterior reintegración en la vida social se convierte, así, en un proceso de restauración de relaciones y de reparación, y como ya he señalado, con derechos y deberes.

La reconciliación es también el restablecimiento de las relaciones rotas y el aprendizaje para vivir de forma noviolenta, entendiendo que hay que convivir con las diferencias. Los programas de reintegración han de pensar por ello en una capacitación para la normalización de las relaciones sociales, y una formación en la resolución pacífica y creativa de los conflictos. La persona desmovilizada debe convertirse en constructora de paz, y de una paz con dimensiones personales y comunitarias. Su experiencia de supervivencia con las armas, donde predomina el “yo”, debe ser substituido por la construcción del “nosotros” comunitario y cívico. El discurso militarista de “mi seguridad pasa por tu eliminación”, queda substituido por el discurso de “mi seguridad es tu seguridad”, es decir, por una seguridad compartida.

La construcción de la reconciliación pasa también por afrontar el pasado violento con el fin de despejar el terreno del presente y construir, a partir de ahí, un futuro compartido. Ello comporta un profundo trabajo psicosocial para superar los traumas de la cultura de la violencia y de la barbarie. La guerra deja siempre heridas muy profundas en sus protagonistas, especialmente cuando han convivido con la muerte, que hay que sanar para una correcta socialización de las personas afectadas.

La reconciliación pasa por la rehumanización, y éste es un trabajo de educación para la cultura de la paz. Educar para la paz, sin duda alguna, implica educar sobre el conflicto, que no debe ser confundido con la violencia. Como nos recuerda Galtung, “educar para la paz es enseñar a la gente a encararse de manera más creativa, menos violenta, a las situaciones de conflicto y darles los medios para hacerlo”. Quizá nos valdría dedicar un poco más de tiempo a aprender y comprender nuestros propios conflictos, puesto que la paz no es otra cosa que la “fase superior de los conflictos”, es decir, el estadio en el que los conflictos son transformados por la personas y por las comunidades de forma positiva, creativa y no violenta. Para ello resulta fundamental estimular la creatividad para que al buscar soluciones a los conflictos prevalezca la comprensión mutua, la tolerancia y el desbloqueo de posiciones. Necesitamos, por tanto, cambiar nuestra percepción del conflicto y la forma de acercarnos a él. “Uno de los primero pasos es entender el potencial positivo inherente en todas las situaciones de desacuerdo. Necesitamos transformar cómo pensamos sobre los conflictos. Solemos pensar que el conflicto es siempre una disrupción del orden, una experiencia negativa, un error en las relaciones. Sin embargo, hemos de entender que el conflicto es un crecimiento de la diversidad que puede ser utilizado para clarificar las relaciones, proporcionar caminos adicionales de pensamiento y opciones para actuar de una forma no considerada previamente, y abrir posibilidades para mejorar la relación”. Antes de regular el conflicto, sin embargo, hay que tener el valor de reconocer su existencia. Reconocer que formamos parte de una situación conflictiva es ya un paso importante, previo y necesario para abordar cualquier otro, y sobre todo para adentrarnos en el camino del diálogo continuo como método para solucionarlo.

No puedo resistir de citarles una genial definición de la violencia que, hace ya unos cuantos años, nos dio el pedagogo Bruno Bettelheim, al señalar que “la violencia es el comportamiento de alguien incapaz de imaginar otra solución a un problema que le atormenta”. A menos que creamos en la determinación biológica de la maldad humana, hemos de convenir que la violencia humana, ya sea aislada o en brotes epidémicos, tiene mucho que ver con esa falta de educación y entrenamiento para manejarse en los inevitables conflictos que todo individuo ha de tener durante su existencia, y en imaginar salidas positivas para dichos conflictos. No hay violencia gratuita si previamente no ha existido frustración, miedo, mal trato, desamor o desamparo en la persona que la protagoniza. Desde hace muchos años sabemos con certeza que la agresión maligna no es instintiva, sino que se adquiere, se aprende, especialmente en la infancia, y como ha señalado el psiquiatra Rojas Marcos en un libro divulgativo sobre este tema, los valores culturales promotores de violencia, como el culto al machismo, la glorificación de la competitividad o el racismo, se transmiten de generación en generación a través del proceso de educación y socialización.

Todos los seres humanos tenemos una cultura, y esta cultura podemos hacerla evolucionar, porque es dinámica. Nos es posible inventar nuevas maneras de hacer las cosas. No existe un solo aspecto de nuestro comportamiento que esté tan determinado que no pueda ser modificado por el aprendizaje. La construcción de la paz, por tanto empieza en la mente de los seres humanos: es la idea de un mundo nuevo. El respeto a los derechos humanos y de las libertades fundamentales, la comprensión, la tolerancia, la amistad entre las naciones, todos los grupos raciales y religiosos: he aquí los fundamentos de la obra de la paz. Excluye el recurso a la guerra con fines expansivos, agresivos y dominantes, el uso de la fuerza y de la violencia con fines represivos. La violencia es siempre un ejercicio de poder, sean o no visibles sus efectos, y como tal, puede manifestarse en cualquier esfera de nuestra vida, en lo cultural, lo económico, lo político o lo doméstico. La violencia pude considerarse como la forma más burda y primitiva de la agresión. En este sentido es una fuerza exclusivamente humana que aspira a ser la solución que excluya a todas las demás, por lo que también es una censura totalitaria.

La educación es, sin duda alguna, un instrumento crucial de la transformación social y política. Si estamos de acuerdo en que la paz es la transformación creativa de los conflictos, y que sus palabras-clave son, entre otras, el conocimiento, la imaginación, la compasión, el diálogo, la solidaridad, la integración, la participación y la empatía, hemos de convenir que su propósito no es otro que formar una cultura de paz, opuesta a la cultura de la violencia, que pueda desarrollar esos valores, necesidades y potencialidades. Es a través de la educación “que podremos introducir de forma generalizada los valores, herramientas y conocimientos que forman las bases del respeto hacia la paz, los derechos humanos y la democracia, porque la educación es un importante medio para eliminar la sospecha, la ignorancia, los estereotipos, las imágenes de enemigo y, al mismo tiempo, promover los ideales de paz, tolerancia y no violencia, la apreciación mutua entre los individuos, grupos y naciones.”

La cultura de la violencia impregna todas las esferas de la actividad humana: la política, la religión, el arte, el deporte, la economía, la ideología, la ciencia, la educación… incluso lo simbólico, y siempre con la función de legitimar tanto la violencia directa como la estructural, y por supuesto, la guerra, buscando siempre razones y excusas para justificar el uso de la fuerza y la práctica de la destrucción, y normalmente en nombre de algo superior, ya sea un Dios o una ideología. La violencia cultural sirve también para paralizar a la gente, para infundirle el miedo, para hacerla impotente frente al mundo, para evitar que dé respuestas a las cosas que la oprimen o le producen sufrimiento. La educación para la paz, por tanto, ha de ser una esfuerzo capaz de contrarrestar estas tendencias y de consolidar una nueva manera de ver, entender y vivir el mundo, empezando por el propio ser y continuando con los demás, horizontalmente, formando red, dando confianza, seguridad y autoridad a las personas y a las sociedades, intercambiándose mutuamente, superando desconfianzas, ayudando a movilizarlas y a superar sus diferencias, asomándolas a la realidad del mundo para alcanzar una perspectiva global que después pueda ser compartida por el mayor número posible de personas. El reto de la educación y de la cultura de paz, por tanto, es el de dar responsabilidad a las personas para hacerlas protagonistas de su propia historia, y con instrumentos de transformación que no impliquen la destrucción u opresión ajena, y no transmitir intransigencia, odio y exclusión, puesto que ello siempre supondrá la anulación de nuestro propio proyecto de emancipación y desarrollo. Desde los programas de reintegración, por tanto, habrá de incorporarse este importante componente de educar para una cultura de paz, como camino seguro para aproximarnos hacia la reconciliación.

GALTUNG, Johan, “La educación para la paz sólo tiene sentido si desemboca en la acción”, El Correo de la UNESCO, febrero 1997
GALTUNG, Johan Peace by Peaceful Means, Sage/PRIO, 1996, 280 p.
AISENSON, Aída, Resolución de conflictos: un enfoque psicosociológico, Fondo de Cultura Económica, 1994, 187 p.
MOAWAD, Nazli, “An Agenda for Peace and a Culture of peace”, en From a culture of violence to a culture of peace, UNESCO, 1996, p. 183.
BETTELHEIM, Bruno, Educación y vida moderna, Editorial Crítica, Barcelona, 1982, p.98
ROJAS MARCOS, Luis, Las semillas de la violencia, Espasa Calpe, Madrid, 1995, 230 p.
SYMONIDES, Janusz; SINGH, Kishore, “Constructing a culture of peace: challenges and perspectives. An introductory note”, en From a culture of violence to a culture of peace, UNESCO, 1996, pp. 20-30.

Ver también

El reto de la Misión de la Liga Árabe.

Vicenç Fisas, Director de la Escola de Cultura de Pau, Universitat Autònoma de Barcelona.Diari ARA …